El banco de abajo fue testigo también de las primeras
aventuras de unos jóvenes inexpertos que descubrieron que no había que ir tan
lejos para ver cuevas inhabitadas.
Desde las más tiernas historias de besos que no se podían
contar –allá tú si lo intentabas, hasta las historias que acabaron en gritos e
insultos, comidas de cabeza, o en lágrimas que hasta el mismo banco soltaba.
Yo también
tenía un banco,
ha cambiado
de lugar y ciudad, y yo de persona y de
trabajo,
pero siempre
está ahí, esperándonos en el parque de abajo.
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